La ETA un grupo terrorista de España empezó a
operar en julio de 1959 en pleno desenvolvimiento de la dictadura militar
franquista, se iniciaron como una disidencia del Partido Nacionalista Vasco,
liderados por José Manuel Aguirre, Julián Madariaga y Javier Imaz. La ETA
ejecutó asesinatos selectivos que comenzaron a registrarse en 1968, fueron 52
años de presión al gobierno central de Madrid reclamando la independencia Vasca
y 43 años de violencia sistemática que atemorizó a los españoles hasta el año
2011; un total de 829 crímenes perpetraron, reseñados así: 343 civiles y 486
miembros de la fuerza pública. Algunos datos difieren entre el Ministerio de
Justicia, las fundaciones de víctimas del terrorismo y el libro Vidas Rotas,
pero comparando las tres fuentes de datos, las muertes violentas no sobrepasan
las 1000 personas en 43 años. Y esto horrorizó a la sociedad española.
Ya citamos la cifra espantosa de 28.000
asesinados en Cali en 15 años (del 2000 hasta el 2015), ningún año con menos de
1000 personas. Si tomamos los últimos 2 años de muertes violentas en Cali
observamos que en el 2016 se registraron 1298 asesinatos, y en el 2017 un total
de 1227(el año pasado figuró Cali como la ciudad más violenta de Colombia);
esta realidad nos constriñe a la reflexión, nuevamente. Las muertes callejeras
de Cali no son del conflicto interno, no son del terrorismo, son de violencia
común multicausal dispersa.
El jueves 22 de febrero la Alcaldía anunció
el comienzo de la operación Esperanza en 55 semáforos de la ciudad, actuaciones
conjuntas de policía y fuerza pública, y en otros sitios calientes o hot
points, operación o plan que reemplaza el Plan Atarraya del año pasado. Pero el
despliegue de fuerza pública no será suficiente (siempre lo desmontan a los
pocos días), se necesitan otras acciones de inclusión social. La violencia debe
ser combatida con medidas de prevención del delito y con acciones de desarrollo
social.
Se necesitan acciones para prevenir la
violencia, entre ellas extensión de la educación, porque la falta de
escolaridad y la desatención a los menores de edad incrementa
los infractores de las normas vigentes. Y se necesitan fuentes de
trabajo. La violencia en Cali es protagonizada en un 80% por la
delincuencia común que opera independientemente a cualquier dirección o
liderazgo porque los actores individuales, portadores de conductas desviadas no
tienen proyecto de vida, son excluidos del sistema y la sociedad; no poseen
escolaridad y menos movilidad social que les permita ascender, son desatendidos
y marginales, o se lanzan a la comisión de delitos y son mano de obra
sicarial instrumentalizada para llenar las apetencias de terceros.
La administración municipal no se puede
engolosinar restando muertos de un mes o con respecto a otro mes, o del año
anterior con el siguiente para pretender afirmar que la situación ha mejorado.
La convivencia se logra cuando el respecto se extiende entre todos los
pobladores y cuando sus necesidades básicas están resueltas. Una ciudad llena
de desempleados, desplazados, de excluidos e indigentes debe centrar su labor
en atender a la población desamparada, en coordinación con el gobierno central,
antes de cualquier otra inversión, brindar los mínimos del bienestar social
constitucional.
Reitero una afirmación que expuse en otro
escrito, las muertes sistemáticas en Cali, sin contar los millares de
lesionados en atracos, riñas, hurtos y demás violaciones a los derechos
humanos, significan un fracaso palmario y público a la política de seguridad. La
ciudad está convertida en un atracadero a cielo abierto, por el cúmulo de
hurtos, robo de carros, fleteos continuos, asaltos express, desvalijamiento de
casas y apartamentos, robos callejeros y en locales comerciales.
El narcotráfico es la hoguera que sostiene
todas las actividades delictivas. Hasta que la Comunidad de Naciones,
desde la ONU, no apruebe la legalización del consumo, este gran negocio seguirá
siendo el propiciador de la violencia de Carteles y Miniárteles que alteran el
orden público y social. Por fuera del comportamiento de o tras bandas
delincuenciales.
Por | Alberto Ramos Garbiras
Politólogo
egresado de la Universidad Javeriana