La historia gira a partir del año 1975 y se
extiende durante 7 años, en Medellín y uno de sus barrios marginales (gran
parte de la filmación se realizó en la zona de Jerusalén, en la frontera con el
municipio de Bello); los hechos violentos hacen parte de conductas desclasadas,
en medio de un submundo de personas excluidas, sin escolaridad y sometidos al
atraso. La violencia delincuencial del personaje y su pandilla es anterior al auge del narcotráfico que acarreó
otras formas de violencia y otra ferocidad en las comunas de los cerros; la
violencia de los años 70s conllevaba a los asaltos callejeros, al carterismo, al abigeato, al hurto común, a la
violencia urbana rutinaria con múltiples formas de acción para subsistir una
pandilla de maleantes.
La película es argumental y con puestas en
escena, pero semeja a ratos un documental; se trata de cine sobre la realidad,
basado en una historia verdadera. Una película brutal sobre una realidad
descarnada; avanza la narración a punta de madrazos y con situaciones sórdidas.
Un drama psicológico lleno de maltratos y vejámenes contra la víctima principal
y las víctimas aleatorias por la práctica del actor principal, de raptar
jovencitas, poseerlas, dominarlas o desecharlas. La escena del rapto y
violación grupal durante la fiesta de cumpleaños con otra víctima, ultrajado a
todos los asistentes, es la más cruel y diciente de ese modus operandi.
Es una película enmarcada por dos ciencias
sociales, la sociología y la psicología. Sin ser una radiografía familiar ni un
retrato psicológico, logra las dos cosas porque la familia de Libardo Ramírez (El
Animal), aunque lo cuestionan y critican, le admiten todo, lo toleran y protegen;
y ése grupo familiar con cada uno de los integrantes es diseccionado en la
película permitiendo al espectador adentrarse en las costumbres y forma de
pensar de ellos; también la película al mismo tiempo describe toda una
comunidad barrial en medio de una geografía de pendientes, casas de invasión de
desarrollo incompleto, calles polvorientas, vericuetos, forma de vida, hábitos,
lenguaje procaz, vecinos que van
repoblando el sitio como migrantes unos y otros como desplazados de varias
violencias, y el vestuario de sus habitantes: todo ello conforma una
subcultura. Los escenarios registran un ambiente de total marginalidad.
Víctor Gaviria trabaja con actores naturales,
no necesariamente del mismo entorno y de la misma condición que los
protagonistas, pero si de origen popular, escogidos los actores principales y
secundarios de estratos similares y sin experiencia, pero con dotes innatas
para desenvolverse, seleccionados de un casting o pruebas de actuación, este ha
sido el procedimiento para las películas “Rodrigo D, No futuro”, “La Vendedora
de rosas”, “Sumas y restas”. Así seleccionó a Natalia Polo (Amparo) y a Tito
Alexander Gómez (Libardo), y sin ser una película coral, introduce un gran
número de figurantes.
El director Víctor Gaviria describe a través
de la película " La mujer del Animal", a una mujer bajo el dominio
absoluto de un hombre montaraz, bárbaro, inculto, de conductas desviadas,
agresivo y extremadamente machista. Es la historia de un secuestro con todos
los ribetes de violencia y ensañamiento ante la debilidad de la víctima,
aprovechándose el delincuente del miedo de ella y de la comunidad que, ni ayuda
ni denuncia, utilizando las amenazas y respaldado por un grupo de matones que
se asocian para delinquir en gallada o gavilla. Un secuestro donde no aparecen
las autoridades, no hay investigación policial. Prácticamente un secuestro
público a diferencia de tantas películas sobre secuestros de mujeres donde el
secuestrador las oculta para usarlas como esclavas sexuales y saciar su animalidad,
pudiendo burlar a las autoridades. Aquí no, el secuestro que se inicia con rapto y violación es
conocido por familiares y habitantes del sector.
Hay unos pequeños errores de continuidad en
varias escenas. Una falta de marcar la transición de un tiempo a otro, sin elipsis indicativas. Como el embarazo de ella que no se ve y
súbitamente se produce el parto. Y otros momentos de la vida de la protagonista
en el decurso de los 7 años. Cuando se termina de ver este largometraje del
cineasta colombiano Víctor Gaviria, uno descansa con una pequeña sonrisa en los
labios, que simplemente significa que esta ficción de cine ha hecho justicia en
su final y el protagonista, El Animal, tuvo su merecido. La total impunidad
conlleva a esa reacción.
Este sentimiento de simple espectador es
compartido con varios comentarios que se han escuchado en las últimas semanas
en que se ha proyectado la película y que de manera acertada han considerado
que esta filmación es “dolorosa”, “denunciante” y “vertiginosa”. Si sumamos los tres factores,
diríamos que es una buena película y que
por razones de nuestra sociología colombiana tan desconcertante, trágica y
confusa, todos deberíamos ver, para aprender aspectos crueles y desobligantes de
la cultura de la mujer que afecta todavía a un sector grande de los migrantes
que a diario llegan a las grandes ciudades y que se instalan en ellas sin
ningún atenuante, sin ninguna guía: como si fueran una carga tirada desde un
avión y un “defiéndasen como puedan”.
Es la historia de los migrantes que hicieron
la transición campo-ciudad a la fuerza, tras la expulsión liberal-conservadora
en la primera violencia de finales de los años cuarenta, extendiéndose en los
cincuenta y sesenta del siglo 20, que le quitó a los campesinos desterrados, la
tierra, el pan y los hijos y los dejó huérfanos de alma y vida para siempre.
Así llego El Animal a Medellín en la década
del 70 del siglo pasado, con una carga de dolor y resentimiento que fue la
hoguera principal de su comportamiento criminal: a sus padres los asesinaron en
la violencia liberal-conservadora en el municipio antioqueño de Argelia. Es el
antecedente principal de una historia cierta.
El Animal busca refugio y guarida en una de
las comunas de Medellín que en esa época apenas se consolidaba e inicia una
vida delincuencial y que para efectos de la historia de la película, engaña,
seduce, secuestra, viola, somete y se apodera en cuerpo y alma de una niña de
igual procedencia, Amparo. A El Animal, todos temen y a pesar de la
"solidaridad" de los vecinos en medio de su pobreza, el miedo le gana
a la justicia; y la devoción cristiana de la población no se rebela: así se
desenvuelve el filme hasta su final.
Porque durante la proyección el espectador
está sometido a una suma de vejámenes de El Animal a su presa, a quien llama su
mujer (Amparo): Como puede el ser humano soportar tanta ignominia?, hasta el
punto que en un momento Amparo escribe o mejor garrapatea una frase angustiante
en un cuaderno sacado de un basurero, dirigida a Dios: “Señor, que estoy
haciendo, que estoy pagando”. Porque el rebusque económico de la gente, incluye
en crecimiento, la presencia de bandas delincuenciales de poca monta. Porque el
sentimiento del miedo paraliza. Incluso los familiares de El Animal lo
reconocen: “Todos le tenemos miedo”. Significativo también en la escena del bar
La Sirena, donde sus compinches se rinden a sus caprichos. Hasta su madre le
teme y lo justifica y le devuelve la culpa a Amparo: “que le estas dando a mi
hijo, que lo tenes como enyerbao”, para tapar la ignominia de su hijo.
La
gente "asegurada" en sus covachas o cambuches solo puede mirar
por las hendijas de latas y tablas de madera, un futuro negro y sin esperanza:
no son pobres, son miserables enfrentados al hambre y la promiscuidad. La
película resalta costumbres de la subcultura como la utilización de brebajes
malignos del que fue víctima Amparo para entregársela a El Animal. y otras
prácticas o comportamientos. Hasta la música que recrea y disipa está en contra
de la población con los mensajes decadentes de la música de carrilera que
expresa machismo y desolación: música que disculpa los desafueros de El Animal.
Este trabajo cinematográfico a su vez
denuncia, nos muestra a los habitantes
urbanos de la gran ciudad, la vida de
los migrantes y desplazados en situación excluyente, dolorosa y cruelmente
pobre: la película registra magistralmente macrovistas de Medellín con toda su
fortaleza urbana y luego los contrasta con todas las debilidades de las
comunas, caminos de herradura, casuchas sin servicios y una población sin esperanzas
y sin trabajo. Solo por esa razón la película es una experiencia que se debe
mirar en las salas de cine, para que historias increíblemente brutales como
esta, no se repitan. Pero se siguen dando, aunado a ello la situación de
vulnerabilidad porque ocupan zonas de vulnerabilidad y riesgo, expuestos a los
desastres como el que se acaba de presentar en Mocoa.
La película es vertiginosa porque desde que
se inicia mantiene la tensión y la atención del espectador y solo se espera que
llegue el final y El Animal pague sus crímenes. Esta población sometida por el
miedo a un desadaptado criminal, celebran con alegría, con tapas de ollas y con
voladores, la muerte de El Animal. Es una celebración a la manera de justicia
popular ya que la justicia en la ciudad no funciona. Es el único momento en
toda la proyección, que Amparo descansa, le agradece a Dios como si hubiese
llenado sus pulmones de aire nuevo para expulsar toda su amargura y agradada con la muerte de su victimario va
acercándose al cuerpo sin vida de El Animal, se agacha, le susurra al oído :
“Gracias Señor, por haberme escuchado”.
Por: Alberto Ramos Garbiras (*) y Ernesto Pino
Londoño (**)
(*)Alberto
Ramos Garbiras. Fue columnista de cine del periódico El País durante 10 años;
realizó estudios de historia del cine en Suecia (1982) y edición
cinematográfica en España (1983), becado por FOCINE y el ICETEX-.
(**)Ernesto
Pino Londoño. Economista, con especialización en marketing social. Miembro del
CPE Centro de Pensamiento Democracia y Postconflicto. Coautor de otros
artículos de cine, como “Todos tus muertos” y “el soborno del cielo”.